A lo largo del día vamos sumando pequeños silencios. Algunos son necesarios porque nos evitan ser esclavos de nuestro temperamento, esos silencios de contar hasta 10 o cien mil para eludir un desastre; siempre hay que recordar que las palabras pueden ser puñales y en ese caso nos tenemos que preguntar si vale la pena tal derramamiento de sangre simbólica, porque no siempre se cumple el dicho "a las palabras se las lleva el viento", a veces se quedan clavadas en el alma... Y la memoria por más que intente tejer olvido, no puede. Por eso me gusta ese proberbio hindú que nos aconseja que cuando hablemos nuestras palabras sean mejores que el silencio. Traducción: si sabés que vas a lastimar, callate la boca. Nada más difícil de recoger que una venganza perpetrada a través de la palabra.
También hay otra clase de silencios, esos que son entorpecidos por el habla, porque el sonido rompe la magia de ese estar absorto ante la maravilla o interrumpe ese momento de profunda paz que alcanzamos quizás con esfuerzo después de una batalla singularmente difícil. Pero otros, como dice mi amiga Yanina, son ruido. Son tempestad, son angustia, son tortura que carcome porque no son silencios que celebran o silencios prudentes. No. Esos silencios hunden el alma en una cacofonía infernal porque cada cosa no dicha se multiplica en dolor y el dolor en resentimiento.
Generalmente, esos silencios nos invaden ante lo que sentimos como injusticia. Es tal el sentimiento de injusticia que nos congelamos. Incapaces de abrir la boca para esgrimir un argumento que la desbarate, y no porque no lo tengamos, caemos en un silencio espantado que desarma y sangra, como dice la canción.
Lo no dicho tiene que ver con nuestra autoestima, con nuestros miedos y nuestras vulnerabilidades. Trabajar en el conocimiento de nuestra mismidad es abrirle la puerta a la palabra que dice y resignifica sin lastimar, es aprender a ser persona.
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